miércoles, 9 de marzo de 2011

Ezequiel

Nacho Meroni

A los 6 años, la vida de Ezequiel Ferreyra es muy diferente a la de cualquier otro chico. Él es un mojón en el tiempo, un eslabón que quedó atrapado en una época donde poco se sabe de luchas y conquistas sociales. La mayor parte de su tiempo no transcurre en canchitas de fútbol o aulas del colegio primario, sino entre la sangre y el guano de las gallinas de Nuestra Huella S.A, una empresa avícola en la que trabaja junto a toda su familia. Allí manipula venenos con elementos cancerígenos para cumplir estrictamente con los topes de producción que se le imponen. Tiene 6 años y es un esclavo.
Ezequiel y su familia integran ese sector del que mayormente se alimentan los crueles intereses de muchas de las empresas que explotan recursos naturales en la Argentina. Víctimas de una pobreza extrema, llegaron a Buenos Aires desde su Misiones natal en 2007, seducidos por las promesas de trabajo estable, vivienda digna y gastos de traslado pagos de un puntero de Nuestra Huella S.A, que se llevó $2.500 por el paquete de espejitos de colores que logró venderles.
Sin embargo, cuando arribaron a Buenos Aires, la historia dejó de ser un cuento de oportunidades. El tope de producción que le demandaba la empresa al padre de Ezequiel era imposible de cumplir sin involucrar al resto del grupo familiar, lo cual era estimulado por los capataces. Además los Ferreyra debían pagar paulatinamente la “deuda” por el viaje a Buenos Aires. Dado que el riesgo de quedarse sin nada nuevamente, pero esta vez a miles de kilómetros de su casa, era aterrador, poco a poco Ezequiel y su madre se fueron involucrando en el trabajo.
Así como sucede en gran parte de las compañías mineras y los ingenios azucareros, todos los integrantes de la familia terminaron trabajando a jornada completa en Nuestra Huella S.A, pero solamente percibiendo el sueldo correspondiente al padre, más bajo incluso que el de un peón rural. Ezequiel limpiaba los corrales, juntaba huevos y realizaba fumigaciones, conviviendo con sustancias nocivas y cancerígenas. Pero nada de esto era importante para la empresa y sus autoridades.
Tras dos operaciones, el 16 de noviembre pasado, a la 1.35 de la madrugada, Ezequiel murió, víctima de un fulminante cáncer en la cabeza gestado por los tóxicos a los que se expuso durante dos años. La empresa, no conforme con esta situación, intentó vanamente hacer desaparecer las evidencias y trasladar el cuerpo fuera del alcance de cualquier pericia judicial que pusiera en evidencia su responsabilidad. Y se hubieran salido con la suya de no ser por la rápida acción de la Fundación Alameda.
Ezequiel fue víctima de la lógica del capital más voraz y cruel, que no sólo depreda y degrada a la tierra, sino al propio ser humano. Su muerte, casi pasada por alto por los grandes medios, obliga a una profunda reflexión sobre la actuación de las empresas que explotan recursos naturales en nuestro país, un nicho donde los grandes hombres de negocios parecen moverse con impune y criminal comodidad. En la Argentina del año 2010, Ezequiel vivió en la esclavitud. Y murió por ser esclavo.

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