martes, 20 de marzo de 2012

Editorial Marzo MMXII

Joaquín Guillén


“La tesis acerca del fin del arte se volvió una consigna familiar. Los radicales la consideran una obviedad; rechazan o "suspenden" al arte porque es parte de la cultura burguesa, de la misma manera que rechazan o suspenden su literatura o su filosofía. El veredicto se extiende fácilmente a toda teoría, a toda inteligencia (más allá de lo "creativa" que sea) que no dispare la acción y la práctica, que no contribuya de manera evidente a cambiar el mundo, que no se abra paso--al menos por algún tiempo--en el universo de contaminación mental y física en que vivimos. Estamos presenciando un ataque no sólo político sino también, y en primer lugar, artístico al arte en todas sus formas, al arte como forma en sí mismo. Se niega, se rechaza y se destruye la distancia y la disociación del arte respecto de la realidad. Si el arte es todavía algo en absoluto, debe ser algo real, parte y territorio de la vida, pero de una vida que en sí misma sea una negación consciente del estilo de vida establecido con todas sus instituciones, su entera cultura material e intelectual, toda su inmoral moralidad, su conducta exigida y clandestina, su trabajo y su esparcimiento.”



Con este fantástico párrafo inaugural, Herbert Marcuse abre su célebre “El arte como forma de la realidad” como disparador para adentrarnos en una nueva espacialidad estética, invitándonos a reflexionar sobre la naturaleza del arte y el rol de los artistas.

¿Puede el arte encerrar una función crítica de la realidad? ¿Puede incitarnos a transformar un mundo del cual el mismo es parte? ¿Dónde radica su autenticidad? ¿En su contenido convertido en forma o en la forma en si misma?

Si aceptamos todas estas premisas y aceptamos que la creación artística puede ser una afirmación emancipadora podríamos observar el acto creativo como un fenómeno que trasciende su determinación social, que trasciende como contenido convertido en forma, como percepción, discernimiento y denuncia, y que de ese modo, se independiza del universo social. Es decir, el arte crea su propio espacio en el cual es posible la subversión de la propia experiencia del arte, dado que el mundo que forma es reconocido como una realidad que es eliminada y deformada en la sociedad establecida. Así, pues, la lógica interna de la obra de arte culmina en la irrupción de otra razón, de otra sensibilidad que desestabiliza la sensibilidad dominante. Así, el arte desafía la realidad establecida evidenciando su verdadera naturaleza, desnudando lo que efectivamente es real. Revela una nueva forma de ver el mundo al ser capaz de crear, aunque sea de manera ilusoria, el mundo que deseamos. De esta manera, estética, autonomía y verdad se corresponden unas con otras, es decir, hay una correspondencia inseparable entre ellas.

La verdad del arte radica en la fuerza que tiene para romper la realidad establecida socialmente, para descubrir lo que es real sin grietas. De esta ruptura brota la forma estética, de modo que el arte permite ver, con su ficción, la verdadera realidad.

Me pareció interesante plantear esta breve idea como puntapié inicial para este nuevo número de Sembrar. El arte puede ser parte de este mundo, puede mercantilizarse y hasta puede entretenernos por momentos, pero su función esencial, su verdad intrínseca, radicara siempre en esa invitación a pensarnos a nosotros mismos de nuevas y mejores maneras, a permitirnos a imaginarnos mejores como hacedores de un lugar mejor.

En este número van a encontrarse con textos muy diferentes pero con la cualidad en común de enseñarnos e inspirarnos a hacer de lo común algo excepcional y de no conformarnos con lo que esta realidad parece ofrecer. Los dejo con un pedacito del texto de Iara que me parece que resume ese espíritu: ¨Vuela cada artista, porque todos tenemos uno dentro.¨ Nos vemos en la próxima.

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